POEMA EN DOS TIEMPOS Y UN FINAL SUBVERSIVO

(Publicado el 22 de septiembre de 1994, suplemento especial de La Jornada)

TIEMPO I

Resbalé
por
la
sonrisa
de una palabra
taladrada.

Ése es mi origen...
Pero,
no recuerdo
si fui
expulsado
o
tomé mis cosas
y
me descolgué
pensando...

TIEMPO II

Fueron
palabras
las
que
nos
crearon.

Nos
formaron,
y desplegaron
sus
hilos
para
controlarnos.

FINAL SUBVERSIVO

Pero
yo

que
algunos
hombres
se reúnen
en cavernas,

y CALLAN...

Los zapatistas no estaremos solos nunca más...

Desde las montañas del sureste mexicano

Subcomandante insurgente Marcos

 

En este país de dolorosa historia llamado México,

abrazado por el mar y, pronto, con el viento a su favor.

Septiembre de 1994, mes en que la historia

le recuerda a este país que Chiapas es todo México.

 

P.D. que, de la mano de Toñita, viene a pedir un cuento. La Toñita ha decidido adoptar un olote (la mazorca del maíz pero ya sin el grano) y botar el ingrato conejito que no sabe vivir en el lodo. Viene la Toñita a pedir un cuento. Por lo visto no le preocupa en lo más mínimo que yo esté escribiendo y se sienta, con su olote, perdón, su muñeca en brazos. Yo empiezo a pensar una disculpa pero la Toñita no tiene trazas de aceptar nada que no sea un cuento. Yo suspiro y enciendo la pipa para darme tiempo. Entre bocanadas de humo empiezo a contar:

Una noche, una lluvia, un frío

Diciembre de 1984

El viejo Antonio mira la luz. En la hoguera el fuego espera, inútilmente, la carne del venado «cola blanca» que salimos a «lamparear» sin éxito. En la hoguera bailan los colores, hablan. El viejo Antonio mira el fuego, escucha.

Arrastrándose, apenas disputando el sonido de grillos y el balbuceo de las llamas, en las palabras del viejo Antonio se va tejiendo una historia de muy lejos, cuando eran muy mayores los mayores y los viejos del hoy andaban todavía dando tumbos en la sangre y el silencio de una hoguera, como la de esta noche, pero diez, cien, mil, un millón de noches antes de ésta sin venado y con frío, con lluvia, sin nadie que nos lleve la cuenta.

En el principio era el agua de la noche. Todo era agua, todo noche era. Andaban los dioses y los hombres como loquitos, tropezando y cayendo como viejitos bolos. No había la luz para mirarse el paso, no había tierra para acostar el cansancio y el amor. No había tierra, no había luz, no era bueno el mundo.

Entonces los dioses, en la noche, en el agua, se fueron a topar unos con otros y se enojaron y empezaron a decir palabras fuertes y grande era el enojo de los dioses porque grandes eran los dioses. Y los hombres y las mujeres, pura oreja, puro tzots', hombres y mujeres murciélago, se escondieron del ruido de los grandes enojos de los dioses. Y entonces los dioses se quedaron solos, y cuando pasó su enojo se dieron cuenta de que solos estaban, y grande fue su pena de estarse solos y, apenados como estaban, se dieron en llorar los dioses y grande fue su llanto porque sin los hombres y mujeres los dioses solos estaban. Y lágrima y lágrima, y llanto y llanto, más agua vino al agua y no había remedio pues seguían la noche y el agua llenándose de tanta agua y noche, de la pena llorada de los dioses. Y los dioses tuvieron frío, porque estando solo se siente frío, y más si todo es agua de noche. Y pensaron los dioses en llegar a un buen acuerdo que solos no los tuviera, que trajera a salir de las cuevas a los hombres y mujeres murciélago, que trajera la luz que alumbrara el paso y la tierra trajera para acostar el amor y el cansancio. Y entonces los dioses sacaron acuerdo de ponerse a soñar juntos y llegó en el acuerdo de su corazón de soñar la luz y la tierra soñar. A soñar el fuego se pusieron y agarraron el silencio que nomás por ahí andaba y se soñaron un fuego y, en medio del silencio, del agua-noche que llenaba todo, en medio de los dioses, una herida apareció, una rajadita sobre el aguanoche, una palabrita así chiquita que se bailaba y grande se hacía y chiquita y se alargaba y gorda y flaca se ponía y se bailaba en el centro de los dioses que eran siete porque ahora se veían que eran siete y se vieron y se dieron en contarse y se llegaron al siete porque eran siete los dioses más grandes, los primeros. Y rápido se dieron los dioses en hacerle casita a la palabrita ésa que en medio bailaba, que en silencio bailaba. Y se dieron en arrimarle otras palabritas que salieron de sus sueños, y «fuego» le llamaron a esas palabritas que se bailaban, y ya juntas hablaron y se empezó a traerse la tierra y la luz alrededor del fuego, y los hombres y mujeres murciélago se salieron de las cuevas y se asomaron y se vieron y se tocaron y se amaron, y ya había luz y tierra había, y ya se miraba el paso y ya se acostaban el amor y el cansancio... en la luz... en la tierra. Y a los dioses no los vieron porque se fueron a hacer asamblea general y estaban en su champa y no salían y nadie podía entrarse porque los dioses estaban haciendo acuerdo. Y en la champa los dioses sacaron acuerdo de que el fuego no se apagara porque mucha era el agua-noche y poca la luz y la tierra.

Y se llegó en el acuerdo de llevar para arriba el fuego, para el cielo, para que el agua-noche no lo alcanzara. Y mandaron decir a los hombres y mujeres murciélago que se tuvieran dentro de las cuevas porque iban a levantar el fuego, hasta el cielo dijeron. Y una rueda hicieron los dioses en torno al fuego y echaron en discutir quién debía llevar el fuego para arriba y morirse abajo para vivir arriba y no se ponían de acuerdo los dioses porque no se querían morir abajo los dioses, y dijeron los dioses que vaya el dios más blanco, porque era el más hermoso y así el fuego sería hermoso allá arriba, pero el dios blanco fue cobarde y no quería morirse para vivir, y entonces el más negro y más feo de los dioses, el ik', dijo que él lo llevaba para arriba al fuego y se dio en agarrarlo el fuego y se quemó con el fuego y negro se puso y gris después y blanco y amarillo y naranja después y rojo luego y fuego se hizo, y se levantó palabriando hasta el cielo y ahí se quedó redondo y en veces es amarillo y en veces naranja, rojo, gris, blanco y negro, y «sol» le pusieron los dioses y más luz se llegó para más paso mirar y más tierra se vino y el agua-noche se echó para un lado y se vino la montaña. Y el dios blanco quedó tan apenado que mucho lloraba y por mucho llorar no miró su camino y se tropezó y se dio en caer en el fuego y se levantó también al cielo, pero más triste su luz que echaba porque mucho lloraba por su cobardía y una bola de fuego triste, pálido, del color del dios blanco, se quedó a su lado del sol, y «luna» le pusieron los dioses a esta bola blanca. Pero el sol y la luna ahí nomás se estaban y no se caminaban y los dioses se miraron con pena y grande fue su vergüenza y se aventaron todos al fuego y entonces se empezó a caminar el sol y la luna se puso a irse detrás de él, para pedirle perdón dicen. Y hubo día y hubo noche y los hombres y mujeres murciélago se salieron de las cuevas y la hicieron su champa cerca del fuego y estaban siempre con los dioses de día y de noche porque de día el sol y la luna de noche. Lo que siguió después no fue acuerdo de los dioses, ellos ya se habían muerto... para vivir...

El viejo Antonio separa, con sus manos, un tizón de la hoguera. Lo deja en el suelo. «Mira», me dice. Del rojo, el tizón sigue el camino inverso que el señor negro del cuento: naranja, amarillo, blanco, gris, negro. Aún caliente, las manos callosas del viejo Antonio lo toman y me lo da. Yo trato de fingir que no me quema, pero lo suelto casi inmediatamente. El viejo Antonio sonríe y tose, lo vuelve a tomar del suelo y lo remoja en un charquito de agua de lluvia, de aguanoche. Ya frío me lo vuelve a dar.

«Toma... recuerda que el rostro cubierto de negro esconde la luz y el calor que le harán falta a este mundo», me dice y se me queda viendo.

«Vámonos», agrega mientras se incorpora, y agrega: «esta noche el «cola blanca» no vendrá, el comedero no está huellado».

Yo hago por apagar la fogata, el viejo Antonio me dice, ya con su morraleta al hombro y la chimba en la mano, «Déjalo así... con este frío hasta la noche agradece un poco de calor...».

Nos fuimos los dos, en silencio. Llovía y sí, hacía frío...

Otra noche, otra lluvia, otro frío

17 de noviembre de 1993

Décimo aniversario de la formación del EZLN. El Estado Mayor zapatista se agolpa en torno al fogón. Están los planes generales y se han avanzado detalles a nivel táctico. La tropa se ha ido a dormir, sólo los oficiales con grado de Mayor permanecen despiertos. Está también el viejo Antonio, es el único que puede franquear todas las postas zapatistas y entrar donde sea sin que nadie se atreva a impedirle el paso. La reunión formal terminó y ahora, entre bromas y anécdotas, se trazan planes y sueños. Surge el tema de los rostros cubiertos, que si paliacates, que si antifaces, que si máscaras de carnaval. Voltean a verme.

«Pasamontañas», les digo.

«¿Y cómo vamos a hacer las mujeres con el pelo largo?» pregunta y protesta Ana María. «Que lo corten su pelo» dice Alfredo.

«¡N'ombre! ¿Cómo crees? Yo digo que hasta falda deben llevar» dice Josué.

«Que lleve falda tu abuela» responde Ana María.

Moisés mira el techo en silencio y rompe la discusión con un «¿Y de qué color los pasamontañas?».

«Café... como la gorra», dice Rolando. Algún otro dice que verde. El viejo Antonio me hace una seña y me aparto del grupo. «¿Tienes el tizón de la otra noche?», pregunta. «Sí, en la mochila» respondo. «Ve por él» me dice y se encamina al grupo en torno al fogón. Cuando regreso con el tizón todos están, en silencio, en torno a la fogata y con el viejo Antonio mirando fijamente el fuego, como la noche aquella del venado «cola blanca». «Aquí está», le digo y pongo el negro tizón en su mano. El viejo Antonio me mira fijamente y pregunta: «¿Recuerdas?». Asiento en silencio. El viejo Antonio pone el tizón en medio del fuego. Primero gris, blanco, amarillo, naranja, rojo, fuego.  El tizón es ya fuego y luz. El viejo Antonio me mira otra vez y se va por entre la niebla... Todos quedamos mirando el tizón, el fuego, la luz.

«Negros», digo.

«¿Qué»?, pregunta Ana María.

Yo repito sin dejar de mirar el fuego: «Negros, los pasamontañas serán color negro...». Nadie se opone...

Otra noche, otra lluvia, otro frío

30 de diciembre de 1993

Las últimas tropas inician su marcha para tomar posición. Un camión se atasca en el lodazal, los combatientes empujan para sacarlo. El viejo Antonio se me acerca con un cigarro apagado en la boca. Se lo enciendo y enciendo la pipa con la cazuela boca abajo, técnica que inventé a fuerza de lluvias. «¿Cuándo?», pregunta el viejo Antonio. «Mañana», respondo, y agrego: «Si llegamos a tiempo...». «Hace frío...» dice él y se cierra la vieja chamarra. «Mmmmh» respondo. Forja otro cigarro mientras me dice: «Necesita algo de luz y calor esta noche». Le sonrío mientras le muestro el pasamontañas negro. Lo toma en sus manos, lo examina, me lo devuelve. «¿Y el tizón?» pregunta. «Se hizo fuego esa noche... no quedó nada» le digo apenado. «Así es de por sí» dice el viejo Antonio con la voz quebrada. «Morir para vivir» dice y me da un abrazo. Se pasa la manga por los ojos y murmura «llueve mucho, ya me mojé hasta los ojos». El camión se desatascó y me llaman, volteo a despedirme del viejo Antonio. Ya no estaba...»

Toñita se levanta para irse. «Falta el beso», le digo. Se acerca y rápido me pone el olote en la mejilla, se corre. «¿Y eso?» protesto. Contesta riendo: «Es tu beso pues... el cuento era para el muñeco, así que ya te dio tu beso». Se va corriendo...

P.D. que reitera el saludo inicial

 

Hombres que son capaces de volar bajo el suelo,

para quienes no hay ámbitos ni grandes ni imposibles,

con la mirada tensa, prorrumpen en el vuelo

gladiadores, temibles.

Miguel Hernández

Hugo, tzeltal de sangre y mexicano por derecho e historia, fue de la primera generación de responsables políticos del EZLN. Fue de los primeros fundadores de lo que ahora se conoce como Comité Clandestino Revolucionario Indígena y formó a toda una generación de nuestros jefes: Raúl, Juan, Gabino, Gustavo, Ramón, Simón, Fernando, Maxo y otros, ahora miembros del CCRI, aprendieron de Hugo el modo de organizar y dirigir los preparativos de la guerra. Hugo, nombre de guerra de este príncipe tzeltal, en porte y nobleza, escogió el apelativo de «señor Ik'» («Señor Negro») para identificarse en las comunicaciones. Poco a poco el «Hugo» se fue perdiendo y sólo se le conocía por «el señor Ik'». Y así recorrió cañadas y municipios explicando el significado de las 4 siglas que, después, darían la vuelta al mundo. Con el cargo de jefe del Comité Clandestino Revolucionario Indígena Tzeltal y miembro del CCRI‑CG del EZLN, el señor Ik' marchó al frente de una parte de las tropas que tomaron la cabecera municipal de Ocosingo el día primero del año 94. Cuando, el día 2 de enero, los federales atacaron la plaza, el señor Ik' permaneció combatiendo para proteger la retirada de sus compañeros. En la confusión del repliegue de las últimas tropas, el señor Ik' quedó en la lista de desaparecidos. Llegaron, después, distintas versiones: que lo vieron peleando todavía el día 4 por el rumbo del IMSS-Coplamar, que el día 3 ya lo habían visto muerto, con un arma enemiga en la mano y frente a un federal muerto, que estaba vivo y preso, que se había escapado. Nunca supimos si su cuerpo está en una de las fosas comunes clandestinas que los federales hicieron para esconder su brutalidad y su falta de honor militar. O si, como ahora se dice en las montañas, el señor Ik' no murió, sino que vive como una luz que aparece, de tanto en tanto, por entre cerros y cañadas, con el sombrero y el caballo de Zapata. Como el dios negro del cuento del viejo Antonio, el señor Ik', con su muerte, dio luz y calor a estas tierras, y vida a la lucha que renace a pesar de todo. El 10 de abril de 1994, al compás del himno zapatista que se entonaba en la ceremonia militar, la mujer del señor Ik', que aún lo espera (como todos nosotros), parió un niño. Cosas de estas tierras, de estos mares...

P.D. que se despide con un «no me olvides». En la grabadorita, mientras se imprime el rollo anterior, se escucha a León Felipe decir...

Todos somos marineros

que saben bien navegar.

Todos somos capitanes,

capitanes de la mar.

Todos somos capitanes

y la diferencia está

sólo en el barco en que vamos

sobre las aguas del mar.

 

Marinero, marinero,

marinero capitán,

que llevas un barco humilde

sobre las aguas del mar.

Marinero capitán,

no te asuste naufragar

que el tesoro que buscamos,

capitán,

no está en el cerro del puerto

sino en el fondo del mar.