EJÉRCITO ZAPATISTA DE LIBERACIÓN NACIONAL.
MÉXICO.

Noviembre del 2003.

Buenos días, buenas tardes, buenas noches. Es un honor para mí compartir la mesa con las personas que, supongo, me han antecedido a la palabra. No digo los nombres por si ha habido algún cambio de última hora en el programa y resulta que no se miran quienes responden a esos nombres. Porque la mirada es importante.

Una forma de referirse al movimiento zapatista tiene qué ver con el mirar. En alguna ocasión hemos señalado que la dignidad se puede definir en relación al mirar al otro, al ser mirados por el otro, y al mirarnos a nosotros mismos.

El Poder, ése cíclope que ha globalizado la miseria y la desesperación, tiene un su modo de mirar. Él se mira como uno, único y eterno, y mira al otro con ese apetito antropófago que ha caracterizado al poderoso a lo largo de la historia y que ahora, en la época del neoliberalismo, ha alcanzado niveles bestiales nunca antes vistos. El Poder sólo admite una mirada si ésta es sumisa y le profesa admiración. Cualquier otra mirada es para él un desafío.

Al mirar, el Poder cataloga al otro y archiva esa mirada: acá tenemos al Poder mirando a la mujer y catalogándola como objeto de decoración, de satisfacción y de desprecio. Archívese entonces esa mirada, si es aceptada por la mujer, en el rubro de “mujeres de éxito”. Si, en cambio, la mujer se resiste a esa mirada, archívese en la sección de “pendientes por eliminar”. Y por “eliminar” no me refiero sólo a la eliminación física, también al mirar condenatorio, a la mirada de una sociedad que sigue dócilmente las indicaciones del Poder. Si, por ejemplo, una mujer reclama su derecho a decidir sobre su cuerpo, entonces es una disoluta, una criminal. Y en política el Poder es sospechosamente masculino, porque las mujeres que incursionan ahí tienen éxito si reproducen las pautas, los modos, las maneras y hasta el lenguaje de los políticos varones. Tómese, por ejemplo, la reunión de féminas del Poder que trivializó, por la alquimia de los medios de comunicación, la lucha femenina en el reciente aniversario del voto de la mujer. Lo menos que se puede decir es que lucían muy masculinas, es decir, impostadas.

Cuando el Poder mira a un joven, o a una “jovena” (para usar el término empleado por el Comandante Zebedeo), lo o la cataloga en la carpeta de “rebeldías momentáneas”, y deja que el reloj corra junto al arrepentimiento para que ambos, el tiempo y la contrición, hagan madurar al objeto mirado. Si el tiempo pasa y el joven o la”jovena” no sienten culpa alguna por la rebeldía que les ilumina la mirada propia, entonces el Poder archiva su mirar en el cajón de “delincuente en potencia”. Para el Poder, la juventud, y la rebeldía que suele acompañarla, son tolerables si prescinden de la conciencia. Que los jóvenes se “revienten” en los “antros”, vaya y pase; pero que luchen por educación, trabajo, cultura, o que abracen alguna causa, eso sí nomás no.

Para los indígenas el Poder no tenía programada una mirada. En el mundo que su ojo único imaginaba, esos seres extraños del color de la tierra nomás no aparecían. Ergo, no eran mirados, tal y como no se miran a los muertos. Si, entre otras cosas, el alzamiento zapatista de hace diez años los hace visibles no deja de ser una molestia. Desconcertado, Polifemo recurre entonces a su archivo de “miradas del pasado” y descubre en él las miradas de curiosidad turística o antropológica, de lástima (que es una de las formas elegantes del desprecio) y de objeto de chistes y limosnas. Quiero decir que las únicas imágenes que tenía en su archivo eran las de Pedro Infante en “Tizoc” y las de la India María. Fuera de eso, había imágenes de artesanías pero no de quien las producía. Al mirar a los indígenas ahora, Polifemo se desconcierta y archiva esas miradas en el cajón de “¿What?” o en la “I” de “Incógnitas”, “Incomprensibles”, “Irreverentes”. Sí, porque la mirada del Poder es una especie de religión y quienes faltan a ella son unos irreverentes.

Estamos aquí para presentar una exposición fotográfica. En ella se presentan una serie de fotografías que se refieren al período que va del primero de enero de 1994 al 10 de agosto del 2003, es decir, 10 años. La década referida ha contenido muchas cosas, una de ellas es el alzamiento zapatista protagonizado fundamentalmente por indígenas, en las montañas del sureste mexicano. Con miles de pueblos indios en su eje articulador, el zapatismo ha hecho uso, en estos diez años, del fuego y de la palabra.

Una foto es una mirada. No sólo una mirada, pero también una mirada. Es, sobre todo, una mirada que se muestra, que dice “esto miro”. Pero también dice “esto miro de esta manera”.

Mirar al zapatismo de los últimos diez años es mirar el fuego y mirar la palabra. Y las fotos sobre el zapatismo actual (o “neozapatismo”) son miradas al fuego y a la palabra.

En esta exposición, 68 fotógrafos han sido generosos y nos comparten sus miradas a los zapatistas en estos diez años. No sólo. También han colaborado económicamente para que esta exposición sea posible. Digo sus nombres, pero en realidad estoy nombrando sus miradas:

Adrián Mealand, Alberto Contreras, Alejandro Meléndez, Alfredo Estrella, Ángeles Torrejón, Antonio Turok, Araceli Herrera, Arturo Fuentes, Arturo Talavera, Carlos Cisneros, Carlos Ramos Mamahua, Cecilia Candelaria, Claudio Cruz, Cristina Rodríguez, Eduardo Verdugo, Elsa Medina, Emiliano Thibaut, Eniac Martínez, Erik Mesa, Ernesto Ramírez, Fabrizio León, Félix Cúneo, Fernando Castillo, Fernando Luna, Fernando Villa del Ángel, Francisco Mata, Francisco Olvera, Fred Jacquemont, Frida Hartz, Georges Bartoli, Gildardo Magaña, Guiomar Rovira, Heriberto Rodríguez, Javier García, Jesús Ramírez, Jesús Villaseca, Jorge Claro, José Ángel Rodríguez, José Carlo González, José Nuñez, Juan Ramón Martínez León, Julio Candelaria, Leonor Solís, Lourdes Grobet, Luis Cortés, Luis Jorge Gallegos, Marco Antonio Cruz, Marco Peláez, Marco Ugarte, María Melendrez, Omar Meneses, Oriana Elicabe, Pascual Gorriz, Patricia Aridjis, Paulo Vidales, Pedro Valtierra, Rafael Seguí i Serres, Raúl Ortega, Ricardo Deneke, Rosaura Pozos, Simona Grannati, Tim Russo, Victor Flores Olea, Victor Mendiola, Xóchitl Zepeda, Yazmín Ortega Cortés, Yolanda Andrade y Yuriria Pantoja Millán.

Ojalá y no se me haya escapado algún nombre, es decir, alguna mirada. Y ojalá todos hayan colaborado económicamente, porque si no pues todos los van a “mirar”, pero al modo de las comunidades zapatistas.

Fuera de la inmediatez de los medios de comunicación, del impacto noticioso, del dramatismo del fuego y la palabra, estas 68 miradas se declaran irreverentes y desafían la mirada única del Polifemo del Poder.

No miran al indígena menesteroso que tanto añoran Martha Sahagún y Xóchitl Gálvez. Tampoco al indio politeísta que aterra a Abascal y sus Legionarios. Ni al precolonial sacrificador con un corazón sangrante en una mano y el pedernal en la otra, la imagen preferida de Aznar y sus anexos de letras agonizantes. No miran al indio dócil y domesticado sirviente que prefieren Creel y Fernández de Cevallos.

Son miradas honestas. No esconden que miran desde fuera y que, junto a la lente de su cámara, descubren algo que estaba ahí y que, sin embargo, no era mirado. O, más bien, que no quería ser mirado.

Sin el frenesí de los acontecimientos, estos fotógrafos y fotógrafas nos dicen, con su ahora serena mirada, “mira lo que yo miré”.

Pero no nos contentemos con mirar lo que miran. Miremos también su mirar, porque ahí está una de las claves para entender estos diez años del neozapatismo. Miremos su mirar y descubramos que tiene mucho de irreverente desafío. Su mirada es distinta a la del Polifemo del Poder y es, así, una cuarteadura en el código visual que se impone y que establece que el indio debe verse siempre de arriba hacia abajo, y debe estar o sumiso o muerto.

Una foto es una mirada. Y una mirada es una manera de iluminar algo. Como sol, la lente de estos fotógrafos ilumina diversos momentos del zapatismo. No agotan, ni pretenden agotar, la totalidad de lo mirado. Son honestos y declaran con su mirada que sólo miran una parte de lo mirado. Pero ahí está su principal virtud, porque así puede uno interrogar su mirada y preguntarse sobre lo que no es mirado. Con las respuestas se va completando el rompecabezas de miradas que el neozapatismo reclama desde aquella fría madrugada del inicio del año de 1994.

He dicho que una foto es una mirada. Pero también es una forma de mirar. Y una forma de mirar es una forma de preguntar. Con sus fotos, es decir, con sus miradas, estos fotógrafos y fotógrafas preguntan, por ejemplo, ¿quiénes son?, ¿por qué luchan?, y, sobre todo, ¿qué miran?

Y éstas son preguntas fundamentales.

He hablado de 68 fotógrafos y, sin embargo, la exposición habla de 69 miradas. Resulta que el Sup ha agregado una mirada más, sin más intención que conseguir que la suma diera 69, número universal y generoso como el mundo que queremos para todos.
En concreto, esta exposición fotográfica se llama “69 miradas contra Polifemo”. En la carta que les dirigimos los zapatistas a cada uno de ellos y ellas, para agradecerles su participación, escribimos:

“El cíclope del Poder, el Polifemo neoliberal, nos impone la mirada de su único ojo. No sólo para que nos veamos como él nos ve, también para que lo veamos como él quiere que lo veamos. Y sobre todo, nos impone la mirada para ver al otro. 68 fotógrafos y un anti fotógrafo (o sea yo) se rebelan contra la imagen que Polifemo impone sobre los indígenas zapatistas y, generosos, nos ofrecen otros ojos, los suyos, para mirar, para mirar su mirada, y para mirar su ser mirados por estos indígenas rebeldes que se hacen llamar “nadie” con la malicia de quien sabe que el mañana incluye muchas y distintas miradas.

La mirada agregada por el autodenominado “anti fotógrafo” se llama “Las Cuatro Jinetas del Apocalipsis” y es una foto de cuatro niñas. Sus nombres son, de izquierda a derecha, la Chelo, la Maricela, la Grabiela (y no “Gabriela”) y la Chagüa. La foto debe ser de por ahí de 1996, así que debían andar las cuatro en los 8 años en promedio. Ellas viven en La Realidad y en la realidad, es decir, en el poblado de La Realidad y en la realidad zapatista.

Juntas eran entonces una especie de terremoto cuyo epicentro se movía por todo el pueblo. La Chagüa era respetada incluso por los niños varones de más edad. Claro que algo tenía que ver su habilidad con la tiradora. La Chelo suspiraba y provocaba tormentas con el aletear de sus pestañas. La Maricela era como la intelectual de la banda porque ya iba a la escuela, y la Grabiela era veloz como ninguna, sobre todo a la hora de huir. Hasta el Olivio y el Marcelo se hacían a un lado cuando en el horizonte aparecían las cuatro.

La última vez que estuve en La Realidad, encabecé a un grupo de niños en el asalto a la tienda “La Naná”, en el extinto “Aguascalientes”. El plan era sencillo: se trataba de distraer al encargado de la tienda con un pedido imposible de satisfacer, es decir, alguien debía preguntar si tenían galletas pancrema y, puesto que no había (porque yo había decomisado todas), debía trincarse en que quería las pancrema y hacer una chilladera. Con el encargado aturdido, el resto debíamos introducirnos subrepticiamente a la tienda y sacar todas las bolsas de “Totis” (que son una especie de fritura de harina y es lo único que tenían en abundancia).

El Ismita debía pedir las pancrema, apoyado por el Olivio y el Marcelo, quienes se encargarían de pellizcarlo para que la chilladera fuera más real. El resto de la columna estaba formado por la Chagüa, la Chelo, la Grabiela, la Maricela, la Yeniper. Por supuesto que a la hora de la verdad los varones se quedaron a distancia prudente, esperando el desarrollo de los acontecimientos, y sólo las hembras se mantuvieron firmes y en la primera línea de combate. Tuvimos que entrar usando el tráfico de influencias, o sea que yo charolée con las tres estrellas de subcomandante, y no corrimos con mucha suerte porque todos los “totis” estaban aguados.

Contra lo que se pueda pensar, las niñas no se empacaron lo que habían “recuperado” de la tienda. No, fueron a donde estaban los niños varones y les dieron a cada uno lo que les tocaba. Después fueron a sus casas para compartir lo que tenían con sus familias.

Yo sólo saque una cajita de cerillos, así que encendí la pipa, monté en el caballo y me fui silbando la canción del Piporro llamada “El Tragabalas”.

¿En qué me quedé?

¡Ah sí! Antes he dicho que una foto es una serie de preguntas, y que una foto de los zapatistas pregunta “¿quiénes son?”, “¿por qué luchan?” y “¿qué miran?”. Bueno, pues las respuestas a esas preguntas están en esa foto.

Si una foto es una mirada y una mirada ilumina a quien es mirado y a quien mira, agradezcamos al sol que sobre los zapatistas han puesto estos 68 fotógrafos.

A Polifemo y a su ojo único démosle un sentido pésame, porque su mirar excluyente ha sido derrotado, aunque sea por el breve instante del abrir y cerrar del obturador.

Y al Sup no le agradezcamos nada, porque sólo se puso en la exposición para hacer rabiar a los fotógrafos y para decir sus albures groseros sobre el número 69.

Vale. Salud y que todas miradas iluminen el mañana.

Desde las montañas del Sureste Mexicano.


Subcomandante Insurgente Marcos.

México, Noviembre del 2003. 20 y 10.