Al niño Miguel A. Vázquez Valtierra.

La Paz, Baja California Sur.

Miguel:

Tu mamá me entregó tu carta junto con la foto donde sales con tu perro. Aprovecho que tu mamá va de regreso a tu tierra para escribirte estas líneas apresuradas que, tal vez, no alcances a entender todavía. Sin embargo, estoy seguro que algún día, como en el que escribí lo que aquí te pongo, entenderás que es posible que existen hombres y mujeres como nosotros, sin rostro y sin nombre, que lo dejan todo. Hasta la vida misma, para que otros (niños como tú y que no son como tú) puedan levantarse cada mañana sin palabras que callar y sin máscaras para enfrentar al mundo. Cuando ese día llegue, nosotros, los sin rostro y sin nombre, podremos descansar, al fin, bajo tierra. . . bien muertos, eso sí, pero contentos.

Nuestra profesión: la esperanza.

Ya casi se muere el día, oscuro cuando se viste de noche y viene a nacer el otro día, primero con su negro velo y luego con el gris o el azul, según se le antoje al sol alumbrar o no, polvo y lodo en nuestro camino. Ya casi se muere el día en los brazos nocturnos de los grillos y entonces viene esa idea de escribirte para decirte algo que viene de eso de "profesionales de la violencia" que tanto nos han achacado.

Y resulta que sí, que somos profesionales. Pero nuestra profesión es la esperanza. Nosotros decidimos un buen día hacernos soldados para que un día no sean necesarios los soldados. Es decir, escogimos una profesión suicida porque es una profesión cuyo objetivo es desaparecer: soldados que son soldados para que un día ya nadie tenga que ser soldado. Claro ¿no? Y entonces resulta que estos soldados que quieren dejar de serlo, nosotros, tenemos algo que los libros y discursos llaman "patriotismo". Porque eso que llamamos patria no es una idea que vaga entre letras y libros, sino el gran cuerpo de carne y hueso, de dolor y sufrimiento, de pena, de esperanza en que todo cambie, al fin, un buen día. Y la patria que queremos habrá de nacer también de nuestros errores y tropiezos. De nuestros despojos y rotos cuerpos habrá de levantarse un mundo nuevo. ¿Lo veremos? ¿Importa si lo veremos? Creo yo que no importa tanto como el saber a ciencia cierta que nacerá y que en largo y doloroso parto de la historia algo y todo pusimos: vida, cuerpo y alma. Amor y dolor, que no sólo riman, sino que se hermanan y juntos marchan. Por esto somos soldados que quieren dejar de ser soldados. Pero resulta que, para que ya no sean necesarios los soldados, hay que hacerse soldado y recetar una cantidad discreta de plomo, plomo caliente escribiendo libertad y justicia para todos, no para uno o para unos cuantos, sino para todos, todos, los muertos de antes y de mañana, los vivos de hoy y de siempre, los de todos que llamamos pueblo y patria, los sin nada, los perdedores de siempre antes de mañana, los sin nombre, los sin rostro.

Y ser un soldado que quiere que ya no sean necesarios los soldados es muy simple, basta responder con firmeza al pedacito de esperanza que en cada uno de nosotros depositan los más, los que nada tienen, los que todo tendrán. Por ellos y por los que han ido quedando en el camino, por una u otra razón, injustas todas. Por ellos tratar de veras de cambiar y ser mejores cada día, cada tarde, cada noche de lluvia y grillos. Acumular odio y amor con paciencia. Cultivar el fiero árbol del odio al opresor con el amor que combate y libera. Cultivar el poderoso árbol del amor que es viento que limpia y sana, no el amor pequeño y egoísta, el grande sí, el que mejora y engrandece. Cultivar entre nosotros el árbol del odio y el amor, el árbol del deber. Y en este cultivo poner la vida toda, cuerpo y alma, aliento y esperanza. Crecer pues, crecer y crecerse paso a paso, escalón por escalón. Y en ese sube y baja de rojas estrellas no temer, no temer sino al rendirse, el sentarse en una silla a descansar mientras otros siguen, a tomar aliento mientras otros luchan, a dormir mientras otros velan.

Abandona, si lo tienes, el amor por la muerte y la fascinación por el martirio. El revolucionario ama la vida sin temer la muerte, y busca que la vida sea digna para todos, y si para esto debe pagar con su muerte lo hará sin dramas ni titubeos.

Recibe mi mejor abrazo y este tierno dolor que siempre será esperanza.

Salud Miguel.

Desde las montañas del sureste mexicano

Subcomandante insurgente Marcos.

 

PD. Acá nosotros vivíamos peor que los perros. Tuvimos que escoger: vivir como animales o morir como hombres dignos. La dignidad, Miguel, es lo único que no se debe perder nunca... nunca.

 

(La Jornada, 5 de marzo de 1994)